Los estilos de vida no permanecen inalterables, ni son ajenos a nuestras elecciones personales o a la transformación del entorno, es decir, se pueden modificar a través de nuestros hábitos. Los hábitos son esas acciones que, a base de repetirlas, se convierten en nuestra forma de hacer las cosas. El objetivo de la sociedad, por tanto, ha de ser fomentar la práctica de comportamientos saludables desde la infancia, aumentando la probabilidad de que se mantengan a lo largo de toda nuestra vida; y ahí el papel de la familia es fundamental. Entre nuestras funciones como padres o tutores estará la de procurarles un entorno saludable donde desarrollar hábitos y comportamientos que les permitan desarrollarse de la manera más satisfactoria posible. Pero promover dichos hábitos no es tarea fácil.

La familia es el ámbito o “contexto” donde los hijos adquieren la mayoría de los comportamientos que les acompañarán a lo largo de su vida. En la infancia su experiencia y relación con otros contextos es muy limitada, y por tanto sus resistencias a comportarse de manera adecuada también. Los hábitos saludables, como cualquier otro hábito, se aprenden pero es necesario que se den al menos tres condiciones:

  • Regularidad, es decir, que persistan a lo largo del tiempo.
  • Que compensen a corto plazo. Hemos de transmitirles la importancia de que practicar comportamientos saludables tiene mayores beneficios inmediatos que desarrollar prácticas de riesgo.
  • Que se refuercen cada vez que se efectúan. Basta con un elogio verbal o un gesto cariñoso personalizado, ya que nuestros hijos son diferentes entre sí y sensibles a distintos refuerzos. Sería interesante evitar centrarnos solo en las veces que no se practican o no se realizan correctamente dichos comportamientos, procurando no referirnos a su conducta global cuando lo hagamos sino al hábito que queremos modificar. Por ejemplo, “eres un glotón, te vas a poner gordísimo como sigas así”. Ver otras alternativas: “hoy has comido demasiados dulces y por eso ahora no quieres cenar”.